ESCUCHA EL AUDIO DE LA TABERNA.
La taberna.
A José María Andreo,
por la creación.
Estaba delante de la entrada y seguí las instrucciones que me acababan de dar. Llamé y corrieron el ventanuco. Unos ojos se fijaron en mí y me dijeron:
—La taberna…
Contesté:
—… a ninguna parte.
Abrieron y delante de mí se mostró un
mundo imposible de imaginar antes de cruzar la puerta. Solo se veían hombres de
cuestionable pelaje. Al fondo, en la barra, dos mujeres pelirrojas servían
copas a diestro y siniestro. Sobre el escenario, se estaba interpretando Cabaret.
Las camareras apartaban las manos acosadoras conforme iban de cliente en
cliente. En el centro: ruletas, mesas de
bacarrá y, por todos lados, máquinas tragaperras.
Yo tenía el encargo de averiguar qué pasaba
en aquel lugar que decían extraño y peligroso. Cuando acepté el trabajo, puse
la condición de que, una vez resolviera el caso, volvería a mi vida placentera.
Aquel sitio, dadas la seis de la mañana, se trasformó misteriosamente en un espacio
de culto. Las estanterías repletas de
libros ocupaban ahora casi toda la zona. Por su parte, las personas y su ruido
desaparecieron como se evapora el éter, sin enterarme. En el centro, habitaba una
mesa rodeada por un mostrador. Lo regía una mujer de mediana edad. Le pregunté
qué había pasado con la taberna y me contestó de manera airada que eso lo
sabría yo.
Estuve el resto del día dentro, esperando
que dieran las doce de la noche para comprobar si ese lugar volvía a
transformarse en el infierno a ninguna parte al que entré. La mujer me ofreció tomar
algo, pero desconfié de inmediato de sus intenciones. Había algo extraño en
ella, algo extraño en el lugar. Los nuevos clientes pasaban en silencio y, con
respeto, le pedían un libro a la directora. Ella, con la misma falsa sonrisa
que les dedicaba a todos, les recomendaba siempre el mismo. Sin embargo, nunca,
en todo el tiempo que estuve allí, la vi leer.
Al llegar las doce de la noche, sonó una
campanilla y, en un abrir y cerrar de ojos, aquello volvió a convertirse en un night
club. Esta vez, la mujer encargada de la «biblioteca» apareció vestida de
rojo, con un talle a medida, las medias perfectas y con un pelo rubio platino que
resaltaba los labios carmesíes. Me quedé inmóvil, sin mover una pestaña, sin
apartar la vista de su tez. ¿Cómo podría yo probar en un informe lo que había
visto? ¿De qué manera sabría explicar que aquel sitio era uno y otro al mismo
tiempo? Sin decir nada, aguardé hasta el amanecer y salí rápido de allí. Cuando
me giré, en el luminoso ponía: «Café de los Poetas».
Ya en mi despacho, me encontré de
nuevo con varias personas que querían que siguiera investigando el caso del night
club. Decliné con espanto la invitación, por supuesto. Luego recé, recé
para que en la «Taberna a Ninguna Parte» no volviera a aparecer aquel diablo de
color rojo ni el horror de su forma humana.
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